Cada vez que pongo un telediario no puedo evitar sentir vergüenza ajena. Creo que a millones de ciudadanos nos pasa lo mismo. Cada 4 años (a veces cada menos) nos enfrentamos a la amarga obligación democrática de apostar el futuro a alguien que sabemos que nos va a decepcionar. Todavía no entiendo por qué lo llaman con alegría “fiesta de la democracia” cuando de aquellos polvos vienen estos lodos. Y es que yo no conozco mayor hastío que el de poner la televisión y comprobar cada día que no estábamos errados al pensar que, una jornada electoral más, nos equivocaríamos irremediablemente.
Antes de seguir debería confesar que la política me aburre. Hubo un tiempo, cuando era más joven, en que me sentaba la noche electoral frente al televisor mientras veía los gráficos escupiendo datos que iban coloreando el hemiciclo. Reconozco que, en aquellos tiempos, me emocionaban los recuentos finales y que vibraba en picos de adrenalina durante horas, desde los sondeos israelitas hasta la proclamación del vencedor. Pero esa juventud confiada ya pasó, se me acabó la fiesta, he madurado. Y lo mismo debería suceder con nuestro sistema político.
Seguir adjetivándolo de “joven democracia” no justifica la dejadez que demostramos haciendo la vista gorda ante sus evidentes fallos. Quizá el error de partida esté en considerar que la democracia significa que cualquiera puede presidir un gobierno. Para cualquier puesto de ujier, administrativo o bedel en la administración pública se requiere aprobar una oposición de tres exámenes, pero para ser miembro del gobierno únicamente es necesario “ser español, mayor de edad, disfrutar de los derechos de sufragio activo y pasivo, así como no estar inhabilitado para ejercer empleo o cargo público por sentencia judicial firme”. Y así, los que concurren a las urnas son personas a las que ha favorecido la elección popular o la amistad con el presidente. No se parecen a nosotros, no nos representan.
Seguir adjetivándolo de “joven democracia” no justifica la dejadez que demostramos haciendo la vista gorda ante sus evidentes fallos.
Al contrario de lo que debería suceder, la mayoría de los partidos seleccionan a sus dirigentes para ser candidatos a ganar las elecciones, en lugar de elegir a los más aptos para ejercer el poder. No toda la responsabilidad es suya. Nosotros, el electorado, hemos olvidado que tenemos derecho a los mejores dirigentes posibles y de que el deber de los partidos políticos es encontrarlos, prepararlos y presentarlos. No confío en los políticos sin experiencia. Ésa es mi premisa de partida. Creo que esos cachorros de retórica retorcida, alimentados en los pechos del partido, sin casi experiencia profesional anterior, en la mayoría de los casos acaban siendo un nombramiento fallido. Como sociedad no podemos permitírnoslo. Los incompetentes salen muy caros porque suponen un aumento de los gastos, un derroche en gabinetes y asesores y, lo que es peor, en errores evitables.
El plebiscito de las urnas no unge a nadie con el don de la inefabilidad en sus decisiones ni en sus elecciones, por lo que muchos acaban rodeándose de un mal equipo (su coro particular de aduladores), rechazando las voces críticas que alertan sobre los riesgos, los errores y los despilfarros.
Por eso creo que algunos problemas que aquejan a nuestro sistema político se evitarían si el gobernante, sea de la escala que sea, actuase como un empresario. Para ejercer la función pública en los escalafones de mando debería exigirse aún más preparación que para la empresa privada. Como mínimo, nociones de economía (macro y micro), saber escuchar todas las posturas y formar y dirigir equipos que las representen, maximizar beneficios y eliminar dispendios, definirse en la cultura del esfuerzo, diseñar estrategias de prevención de riesgos con visión a largo plazo y trazar planes de contingencia coherentes para cuando la fatalidad supere toda previsión.
Para ejercer la función pública en los escalafones de mando debería exigirse aún más preparación que para la empresa privada.
El mundo laboral fuera de la política abre la mente y crea una red de relaciones sociales duraderas. Aporta conocimientos y habilidades impagables como capacidades gestoras, soluciones imaginativas y novedosas maneras de generar riqueza y, desde el punto de vista del imaginario colectivo, un gestor de lo público que tenga experiencia en lo privado transmite sensación de solvencia y confianza.
Entonces quizá y solo quizá podríamos tener una clase política que esté por encima de la corrupción, coordinada, cohesionada, que mire en la misma dirección y que, llegado el momento, se anticipe a la catástrofe en lugar de permanecer ensimismada en el enfrentamiento dialéctico mientras la realidad nos arrolla.
El filósofo ético Javier Gomá (filólogo, jurista y escritor) dice en su libro Ejemplaridad pública que “la política es el arte de ejemplificar”, pero nosotros no tenemos gobernantes ejemplares porque no han conocido otra vida más que la política y su horizonte es muy estrecho. Son máquinas de partido que, fuera de él, tendrían muchas dificultades para desempeñarse con éxito en la vida y por eso se aferran a los cargos con ansia pétrea mientras nos exigen una confianza difícil de argumentar. Dice también Gomá que “la confianza no se impone, se inspira”. Y en esto pienso mientras vuelvo a poner las noticias y, puede que algún día, los que me hablan desde la pantalla me inspiren esa confianza.