En la salida del teatro alguien reconoció haber llorado mucho. Otras personas se abrazaron como contagiadas por un brote de ternura. «Íntimo, conmovedor y apasionante», resumió una de las asistentes. Para entonces, la mayor parte del público había convertido el vestíbulo del Teatro de La Laboral en un enjambre y su zumbido tupía el puesto de souvenirs situado en ese mismo lugar del edificio. Al cierre ya no quedaba ni un solo ejemplar de ‘Toda la vida’, un día, el álbum que Silvia Pérez Cruz había presentado en la sala esa noche del 21 de octubre. Comenzar por el final quizás no sea lo más pertinente a la hora de reseñar un concierto, pero sí se adecúa a los principios de un evento musical que quiso hacernos partícipes de la belleza del patrón circular. ‘Toda la vida’, un día es un disco basado en el carácter reiterativo y transitorio de nuestra existencia que se estructura en cinco movimientos: La Flor, La Inmensidad, Mi jardín, El Peso y Renacimiento. Cinco movimientos, pero también cinco edades —infancia, juventud, madurez, vejez y renacer— y cinco colores —amarillo, azul, verde, negro y rojo—, como explicó pronto la compositora sobre la escena. Estos tres quintetos también fueron los que organizaron el desarrollo de la velada.
El cuerpo sabe cosas que la mente todavía no comprende. Así, mucho antes de que el público xixonés agotase los discos, de que la propia Silvia Pérez Cruz compartiese toda esta información con los asistentes, ya se podía sentir parte de este juego sobre el escenario. Un círculo de luz blanca alumbraba el centro de la escena como una gran luna llena. Del teatro, casi a rebosar, como de dentro un enorme útero, nacía el concierto con las palabras en francés de la canción ‘Món’. Entre ellas también emergían Silvia Pérez Cruz, Marta Roma, Carlos Montfort y Bori Albero. Cuatro músicos ataviados con cuatro de los cinco colores: amarillo, azul, verde y rojo, respectivamente.
«Quiero salir distinto/Yo prefiero el desastre/Y escucharte sin prejuicio», cantaba inmediatamente después Silvia Pérez Cruz. Cantaba, todavía como grita el recién nacido, el fragmento de una canción que volveríamos a re-conocer más tarde, ya de forma completa —completamente distinta— en uno de los momentos más extáticos de la velada, dando cierre al tercer movimiento (Mov.2: La Inmensidad-Juventud), a tientos y al son de sintetizadores y autotune. Sin embargo, para eso todavía quedaba mucho tiempo y entonces solo nos estábamos adentrando en el primer movimiento. Con este, Silvia trajo la infancia y con la infancia el color y con el color —amarillo— el calor de la fantasía. Un mundo de flores y criaturas fantásticas plasmado en canciones como ‘Els dracs busquen l’abril’ o ‘La Flor’. La sensación de calidez llegaba también a través de los cuerpos de los cuatro músicos en el escenario, un cuarteto, en ese momento, solo de cuerda (guitarra, violonchelo, violín y contrabajo) perfectamente apiñado, pues, en efecto, como contaba y no solo cantaba Silvia, movimiento 1 era la infancia, la casa, el hogar y la familia. La escena entonces rozaba el cuadro viviente, pareciéndose a uno de esos interiores que pintaba Georges de la Tour, o sea, apostando por un uso del claroscuro que, en general, caracterizó toda la puesta en escena del concierto. El contraste entre luz y oscuridad marcó el ritmo y el tono de cada movimiento.
El público tampoco paró de moverse. En algunos momentos los hombros y las palmas de los asistentes se agitaron tanto que parecía que iban elevarse en una vertical para reventar con un baile. La platea se encontraba más cerca que nunca de su origen: la plaza. Durante unos momentos, los que duró el movimiento 4, algo muy pesado se sintió caer sobre las cajas torácicas de los asistentes. El Peso de la vejez tiñó el ambiente de negro e indujo al teatro en una suerte de trance trágico mediante una cadena de canciones que salían una de la otra como «del ojal más pequeño sale un nuevo ombligo», por tomar los versos de la canción ‘Tots els finals del món’, interpretada en esa parte. Fue así como también nacieron algunas de las lágrimas comentadas a la salida.
El clima general fue el de una paz que solo puede engendrar la dulzura porque sí, la voz de Silvia es dulce, incluso cuando parece estar a punto de romperse. Los giros y contrastes que brotan de sus cuerdas vocales se mueven como los pájaros: sobrevuelan una cercanía que el público también busca, entre asiento y asiento, fundiéndose en arrumacos; se recortan en la distancia ‘Ante la inmensidad de un mundo’ que se abre por los versos de la poeta Ida Vilariño, de Fernando Pessoa o de José Hernández. Este último era el autor del poema ‘El Gaucho Martín Fierro’ que se musicaliza en ‘Ayuda’, una canción que dio lugar a una de los momentos más aclamados por la audiencia después de ser interpretada por la cantante junto a Carlos Monfort. Con los poetas se volvía aún más global un recorrido musical que nos condujo por Cataluña, Andalucía (‘Salir distinto’), Portugal (‘Estrelas e raiz’), Brasil (‘Em Moro‘), México (‘Mi última canción triste‘), Francia (‘Hymne A l’Amour’) o Italia (‘Aterrados’).
La palabra mueve, pero también sana, sobre todo, si es cantada y compartida, es decir, cuando conmueve. Eso no solo lo sabe el poeta, sino también el filósofo y parece conocerlo bien esta artista que, en su ‘Nombrar es imposible’, también empujó al público a agarrarla, que la usó para ordenar, unir y curar en un coro activo esa noche en otras muchas canciones, como en dos de sus grandes éxitos: ‘Mañana‘ y ‘Mechita’ con la que se cerró el concierto. Después las voces se apagaron. Las luces se encendieron. Nosotros hemos vuelto al principio: ¿Cómo no tratar de intentar llevarse un pedazo de todo esto a casa?